Naucalpan, junio 2021
Este texto es una reflexión sobre el ejercicio curatorial, aquel que se realiza desde las instituciones que aún pasan como legitimadoras y el que se propone desde actores satelitales, independientes en algunos casos a ellas. Son dos puntos los que han llamado mi atención y me generan conflicto: el primero son las implicaciones que tiene no reflexionar sobre la actividad curatorial en sí misma y pasar por alto que es un ejercicio de poder, una práctica legitimadora y excluyente. El segundo es ¿cuáles son los discursos que la curaduría enuncia en el contexto neoliberal? Finalizo con una pequeña exploración sobre un actuar curatorial que dibuje escapes a dicho estadio.
Como pasa con muchos de los adjetivos que confieren valor simbólico al sujeto que acompañan, el uso del calificativo “curador” se ha extendido ad nauseam y de modo banal como valor agregado sobre todo aquel individuo que realiza una selección: hay curadores en los museos, las colecciones, en las galerías, en festivales, en restaurantes, en tiendas; en Instagram, en Spotify; Gigi Hadid curó la decoración de su departamento y no me sorprendería que Andy Benavides contratara a un curador que asegure el éxito en los cumpleaños de sus hijas. Y no es que yo esté en contra del uso en sí mismo del término fuera o dentro del circuito artístico por quién mejor le parezca, sino que considero que este uso indiscriminado en pos de prestigio lleva consigo una relativización que invisibiliza el ejercicio de poder que dicha labor implica. Se deja de lado que el curador implanta y perpetua discursos, decide quién cabe y funciona dentro de ellos y por lo tanto lo que se expone y lo que se mantiene invisible. La curaduría es una toma de postura que afirma y valida las obras artísticas cuando las reúne y pone a jugar en su tablero. Tal vez parezca obvio decir que las prácticas curatoriales deben pasar por un proceso de reflexión sobre sobre sí mismas, pero me parece que es imperativo recordarlo en este momento.
La institucionalización en el mundo del arte de la figura del curador significó su implantación como aquel que domina el discurso hegemónico (capitalista, colonial, patriarcal, racista, clasista) y decide que prácticas se ciñen a él en su dimensión simbólica, y su traducción en materia mercantil que se fue haciendo la más pesada del sube y baja. Y es con estas características con las que este actor se replicó en museos, galerías, bienales, concursos, ferias, espacios, etc., siempre acompañado de una pedante presunción de maestre hermenéutico, lector de los tiempos que corren, medidor de la temperatura social, conocedor de la pertinencia estética; de un aura intelectual con la que decide quién entra y quién no. De este modo continúa creyendo que es el monopolista de la producción de saberes, así se lo han hecho creer quienes lo rodean, no anticipan que su discurso está agotado y sólo es retahíla de lo mismo. Cerbero, no, más bien cadenero del acceso a los recursos y hada del don de la visibilidad.
Hay un sector de estos curadores-cadeneros que aparenta dejar entrar a todo tipo obras y todo tipo de artistas, es decir, que deambula con máscara de inclusión, pero cuyo rostro es bien conocido, y cuya motivación, en comparsa con otros actores del circuito, no es otra más que la económica. Como una estrategia mercadológica las instituciones del arte a través de él buscan ampliar su oferta, con este fin ponen la mira en nuevos talentos, hurgan dentro de las producciones de artistas cada vez más jóvenes, críticos, rebeldes, diversos, informales, frescos, para encontrar productos inéditos, nuevas promociones que lleguen a nuevos clientes y mantengan contentos a los leales.
La curaduría apuntala y perpetúa narrativas hegemónicas, dinámicas de poder donde siempre ganan los mismos. Pero es también la posibilidad de construir relatos que tracen nuevas vías que devuelvan la capacidad de imaginar y accionar desde ahí. Para saber desde dónde hablamos habrá que preguntarnos por lo que hacemos, de qué manera la propia práctica perpetua al monopolio simbólico, o se vuelve el orificio en el cemento que permite ver más allá de la pared blanca.
La curaduría apuntala y perpetúa narrativas hegemónicas, dinámicas de poder donde siempre ganan los mismos. Pero es también la posibilidad de construir relatos que tracen nuevas vías que devuelvan la capacidad de imaginar y accionar desde ahí. Para saber desde dónde hablamos habrá que preguntarnos por lo que hacemos, de qué manera la propia práctica perpetua al monopolio simbólico, o se vuelve el orificio en el cemento que permite ver más allá de la pared blanca.
Pienso en las instituciones artísticas como corporaciones que engullen y excretan, como otras que explotan los recursos naturales, a la obra y a sus creadores, despojan y retienen su valor. Y hablamos mucho del binomio valor simbólico-económico, pero mientras el último no hace más que acumularse, el primero es cada vez más propenso a ser remplazado, tiene el mismo tiempo de vida que una storie de Instagram.
Como respuesta a un llamado permanente a la eficiencia de producción capitalista, requerimos y nos exigimos velocidad en la creación de contenidos. A esta dinámica también llega la pesquisa de las corporaciones artísticas para reclutar a los nuevos valores. En un afán por ofrecer lo más nuevo, lo más disruptivo, lo que tiene más vistas, dichos entes expanden su presencia para seguir vigentes y despliegan una relación de absorción extractivista. Porque aún y cuando el dinero y otros recursos están de su lado, el epicentro artístico relevante está en otro. Y quienes viven la potencia y furia de ser semilla necesitan de los recursos que aquellos prometen y monopolizan. Y puede que la semilla acepte el sospechoso intercambio al verlo beneficioso para crecer, así es la dinámica del status quo, pero no hay que olvidar cual es el motor de esta transacción, y tener presente que la corporación excreta siempre lo que deja de generar plusvalía.
El terreno es infértil. A lo largo del tiempo, aquella práctica curatorial desde las instituciones que pasaba por posicionar al artista y sus obras dentro de un discurso predominante se ha hecho una tarea cada vez menos eficaz, más superficial, y estoy convencido que esto se debe a un agotamiento o falta total de un relato en el que albergar a las prácticas. El impulso de la corporación artística es comercial, y el mercado no tiene otra ideología más que la de la concentración de la riqueza. La pasada exposición del Museo Tamayo (Otrxs Mundxs) me sirve para ejemplificar este argumento.
Otrxs mundxs se presentó en el Museo Tamayo del 28 de noviembre de 2020 al 18 de abril de 2021. En dicha exposición la parte más prescindible fue la curatorial pues el objetivo de reunir a más de cuarenta artistas, algunos de ellos jóvenes, no fue claro. Pudo o no haber textos y no pasaba nada. Pudo o no haber una estructura temática y tampoco pasaba nada. Fue estéril acudir a los grandes conceptos y buscar amparo bajo el halo intelectual. Palabrería reunida que se hizo agua entre los dedos. Fue más la necesidad del museo de sobrevivir en la pandemia usando a los artistas del momento que lo que estaba escrito en su texto de sala “una respuesta institucional sin precedentes a la pandemia —un gesto, que en el mejor de los casos anticipa una alteridad post-pandemia, un mundo en el cual la igualdad, la justicia social e inter especies, así como el bienestar de los habitantes de esta compleja ciudad, no están presentados como una idea radical sino como una realidad alcanzable.”1
En Otrxs Mundxs tanto el uso de la “x” a modo de logo inclusivo, como los títulos de los núcleos: “Capitalismo y dominación”, “Serialidad, identidad y obliteración”, “Entropía, especulación y visualización” y “Cuerpo y materialidad”, fueron meros adornos retóricos en un discurso fallido, adornos que se convirtieron en anodinos al pasar al espacio expositivo pues era evidente el desamparo y desconexión entre las obras. Otrxs Mundxs fue un pretexto vacío cuya apariencia se neutralizó en el acto mismo.
¿Dónde está el área de agencia y pertinencia de la curaduría?
¿Cómo escapará a la voraz exigencia productiva con la promesa de sobrevivir en el neoliberalismo?
¿Dónde están los otros mundos?
Mi objetivo aquí no es dar respuestas, pues no cuento con ellas. Me interesa cuestionar más que plantear narrativas certeras, dejar de lado la construcción de verdades y narrativas cerradas sin posibilidad de acción. Mi intención es pensar escenarios que me permiten imaginar, que me detonen la reflexión sobre otras posibilidades de ser.
Una de las condenas con las que viven nuestros territorios colonizados es la de depositar la esperanza en la modernidad como único modelo para lograr el bienestar, aquel que se mide en ingreso per cápita. Nos encontramos en una carrera incesante por alcanzar a la homogeneizadora modernidad y sus distintos estadios propios de sociedades colonizadoras, temporalidades a las que nunca llegaremos si nos atenemos la tesis de Walter Mignolo: modernidad y colonialidad son dos caras de la misma moneda. Nosotros estamos del lado colonizado. Pero, sin embargo, es bajo esta promesa de bienestar que la colonización se perpetua.
¿Por qué tenemos que aspirar a llegar a ahí?, ¿y si pensamos en construir otras verdades, realidades y futuros posibles?
La búsqueda cientificista moderna por establecer verdades universales nos condujo en un camino lineal hacia la abstracción de la realidad humana. Una de sus expresiones más claras ha sido la economía de mercado que invade todos los ámbitos de nuestra vida, que bajo la superioridad que se da a sí misma a través de su aparente objetividad, invisibiliza el régimen colonial sobre el que se mantiene, uno que expolia nuestros cuerpos, que en vez de ser agentes de afecto y repositorios de sensaciones, se han convertido en mano de obra productora, en deseo de blanquitud y masa esculpible a gusto del canon.
Una de las fuentes que alimenta al orden social actual es la superioridad de la mente sobre el cuerpo, de la parte cognitiva sobre la sensitiva que exige una disociación de los dos ámbitos. De esta fuente también bebe la practica artística contemporánea hegemónica, y la que no lo presenta evidente en sus contenidos materiales, la ciñen a ella los discursos normativos.
¿Y si desistimos de sujetar a la obra de arte a una sola posibilidad curatorial-conceptual de autor que pretende establecer una verdad?
¿Y si aceptamos y explotamos su posibilidad polisémica que resuena en los sentidos?
¿Y si comenzamos un proceso de descognitivización a cambio de una emotivización y trabajo de afectos?
¿Y si ponemos al frente al cuerpo en la mediación con el arte y hacemos posterior la conexión con el entendimiento?
¿Y si encarnamos las experiencias artísticas?
En el entronque neoliberal no hay futuro, por eso buscar dentro de él es infructífero. El neoliberalismo sabe que el futuro está afuera, por eso la posibilidad de buscarlo nos es cancelada continuamente y los intentos son siempre devorados. Una verdadera posibilidad para alejarnos de su eje no es viable para el sujeto individuo (invento de la modernidad), sino que pasa por el encuentro colectivo, la unión de fuerzas y el tejido de tramas de apoyo. Pasa por la urgencia de dejar de concebir al artista como productor solitario, individual, exitoso, cuyo objetivo final es tener un museo propio; pugnar por pensarnos colectivamente, por el acto creativo dentro de una comunidad de acompañamiento afectivo que nos rescate de caer en el hoyo negro de la fascinación por ser estrellas fugaces. Pasar del objeto a las relaciones que potencian, y mirar en el arte a los rituales que nos permitan exorcizar colectivamente al demonio sistémico que compartimos todos.
¿Y si dejamos de concebir la utopía como un estadio imposible, como un lugar que por abstracto es inalcanzable? ¿Y si la usamos como un trampolín de la imaginación para la acción?
¿Cómo es la utopía? No lo sé. Pero pensar en ella tal vez nos lleve, como propone Chela Sandoval, a unir el deseo con la realidad 2. Donde las palabras coincidan con las cosas 3.
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1 Fragmento del texto de sala de la exposición Otrxs Mundxs curada por Humberto Moro y Andrés Valtierra en el Museo Tamayo. Obtenido dehttps://www.museotamayo.org/exposiciones/otrxs-mundxs
2 “La fuerza revolucionaria: unir el deseo con la realidad” es el título del capítulo 7 del libro Metodología de la emancipación de Chela Sandoval, Editado en México por el PUEG de la UNAM en 2015.
3 Dicho de Graciela Raquel Montaldo en el conversatorio Activism and Culture in Latin American Feminisms, del Institute of Latin American Studies de la Universidad de Columbia en el que participaron, además de Graciela Montaldo, Verónica Gago, María Galindo, Luciana Cadahia y Alejandra Castillo. Disponible en https://www.youtube.com/watch?v=vlrrQ-w1IRs